El fútbol de la liberación

No es más que fútbol, dicen los experimentados comentaristas de los grandes grupos mediáticos. Veintidós tipos corriendo alrededor de una pelota de cuero (la famosa № 5 de mi infancia) para tratar de meterla dentro de los tres palos. No es más que eso, dicen…

Y además, decenas de miles de personas unidas en el “verde campo” y empujando a once de esos veintidós tipos con sus cánticos, saltos, maldiciones, llantos y alegrías. Plasmando en ellos sus esperanzas, sus ansiedades, su propio combate con una realidad complicada, dura y tenaz, como los propios franceses.

Y decenas, centenares de millones de personas en todo el mundo que, suspendidas en el tiempo, sólo tienen ojos y oídos para esa pantalla mágica que muestra a esos once combatientes. Aquí, en Moscú, en Bangla Desh o en Ushuahia.

Si usted piensa que se trata nada más de ver correr la pelotita, entonces no sabe lo que es el fútbol. Y se une al despectivo enfoque de los mercenarios del periodismo.

Ayer, en la final del campeonato mundial, se trataba de algo más. Nadie de esos medios hegemónicos lo va a aceptar así, abiertamente, pero todos sabemos que se enfrentaba la “gentil” Europa con los “vulgares” latinoamericanos. Un mundo refinado, culto y bien vestido contra los bárbaros tatuados y sudorosos. Unos, respaldados por tecnologías mediáticas desopilantes. Otros, sostenidos por el insondable, inapelable e infatigable cantito de “Muchaaaacho…”

Los “vulgares” latinoamericanos lo entendieron al instante. De repente, la Argentina y sus “Muchaaachos…” se convirtió en bandera identificatoria. De repente, ese himno de reconocimiento lo empezaron a cantar también nuestros hermanos continentales. Pero también lo reconocieron como himno en Moscú y en Bangla Desh. De todos lados nos llegaban, mientras se combatía en el Lusail, mensajes solidarios con nuestros guerreros.

De repente, digo, los once argentinos se convirtieron en mundiales “bogatyres”, los invencibles héroes de la mitología rusa que derrotaron a todos los invasores. Fueron el “¡No pasarán!” contemporáneo. La convocatoria que salía de todos y cada uno de los once, confirmando que los “vulgares” eran algo más que artistas del balón, eran insignias de un nuevo contenido, desenfadados exhibidores de otro orden.

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